LA MALDICIÓN BLANCA / por Eduardo Galeano
El primer día de este año, la libertad cumplió dos siglos de vida en el
mundo. Nadie se enteró, o casi nadie. Pocos días después, el país del
cumpleaños, Haití, pasó a ocupar algún espacio en los medios de
comunicación; pero no por el aniversario de la libertad universal, sino
porque se desató allí un baño de sangre que acabó volteando al presidente
Aristide.
Haití fue el primer país donde se abolió la esclavitud. Sin embargo, las
enciclopedias más difundidas y casi todos los textos de educación
atribuyen a Inglaterra ese histórico honor. Es verdad que un buen día
cambió de opinión el imperio que había sido campeón mundial del tráfico
negrero; pero la abolición británica ocurrió en 1807, tres años después
de la revolución haitiana, y resultó tan poco convincente que en 1832
Inglaterra tuvo que volver a prohibir la esclavitud.
Nada tiene de nuevo el ninguneo de Haití. Desde hace dos siglos, sufre
desprecio y castigo. Thomas Jefferson, prócer de la libertad y
propietario de esclavos, advertía que de Haití provenía el mal ejemplo; y
decía que había que "confinar la peste en esa isla". Su país lo escuchó.
Los Estados Unidos demoraron sesenta años en otorgar reconocimiento
diplomático a la más libre de las naciones. Mientras tanto, en Brasil, se
llamaba haitianismo al desorden y a la violencia. Los dueños de los
brazos negros se salvaron del haitianismo hasta 1888. Ese año, el Brasil
abolió la esclavitud. Fue el último país en el mundo.
Haití ha vuelto a ser un país invisible, hasta la próxima carnicería.
Mientras estuvo en las pantallas y en las páginas, a principios de este
año, los medios trasmitieron confusión y violencia y confirmaron que los
haitianos han nacido para hacer bien el mal y para hacer mal el bien.
Desde la revolución para acá, Haití sólo ha sido capaz de ofrecer
tragedias. Era una colonia próspera y feliz y ahora es la nación más
pobre del hemisferio occidental. Las revoluciones, concluyeron algunos
especialistas, conducen al abismo. Y algunos dijeron, y otros sugirieron,
que la tendencia haitiana al fratricidio proviene de la salvaje herencia
que viene del Africa. El mandato de los ancestros. La maldición negra,
que empuja al crimen y al caos.
De la maldición blanca, no se habló.
La Revolución Francesa había eliminado la esclavitud, pero Napoleón la
había resucitado:
- ¿Cuál ha sido el régimen más próspero para las colonias?
-El anterior.
-Pues, que se restablezca.
Y, para reimplantar la esclavitud en Haití, envió más de cincuenta naves
llenas de soldados.
Los negros alzados vencieron a Francia y conquistaron la independencia
nacional y la liberación de los esclavos. En 1804, heredaron una tierra
arrasada por las devastadoras plantaciones de caña de azúcar y un país
quemado por la guerra feroz. Y heredaron "la deuda francesa". Francia
cobró cara la humillación infligida a Napoleón Bonaparte. A poco de
nacer, Haití tuvo que comprometerse a pagar una indemnización gigantesca,
por el daño que había hecho liberándose. Esa expiación del pecado de la
libertad le costó 150 millones de francos oro. El nuevo país nació
estrangulado por esa soga atada al pescuezo: una fortuna que actualmente
equivaldría a 21,700 millones de dólares o a 44 presupuestos totales del
Haití de nuestros días. Mucho más de un siglo llevó el pago de la deuda,
que los intereses de usura iban multiplicando. En 1938 se cumplió, por
fin, la redención final. Para entonces, ya Haití pertenecía a los bancos
de los Estados Unidos.
A cambio de ese dineral, Francia reconoció oficialmente a la nueva
nación. Ningún otro país la reconoció. Haití había nacido condenada a la
soledad.
Tampoco Simón Bolívar la reconoció, aunque le debía todo. Barcos, armas y
soldados le había dado Haití en 1816, cuando Bolívar llegó a la isla,
derrotado, y pidió amparo y ayuda. Todo le dio Haití, con la sola
condición de que liberara a los esclavos, una idea que hasta entonces no
se le había ocurrido. Después, el prócer triunfó en su guerra de
independencia y expresó su gratitud enviando a Port-au-Prince una espada
de regalo. De reconocimiento, ni hablar.
En realidad, las colonias españolas que habían pasado a ser países
independientes seguían teniendo esclavos, aunque algunas tuvieran,
además, leyes que lo prohibían. Bolívar dictó la suya en 1821, pero la
realidad no se dio por enterada. Treinta años después, en 1851, Colombia
abolió la esclavitud; y Venezuela en 1854.
En 1915, los marines desembarcaron en Haití. Se quedaron diecinueve años.
Lo primero que hicieron fue ocupar la aduana y la oficina de recaudación
de impuestos. El ejército de ocupación retuvo el salario del presidente
haitiano hasta que se resignó a firmar la liquidación del Banco de la
Nación, que se convirtió en sucursal del Citibank de Nueva York. El
presidente y todos los demás negros tenían la entrada prohibida en los
hoteles, restoranes y clubes exclusivos del poder extranjero. Los
ocupantes no se atrevieron a restablecer la esclavitud, pero impusieron
el trabajo forzado para las obras públicas. Y mataron mucho. No fue fácil
apagar los fuegos de la resistencia. El jefe guerrillero, Charlemagne
Péralte, clavado en cruz contra una puerta, fue exhibido, para
escarmiento, en la plaza pública.
La misión civilizadora concluyó en 1934. Los ocupantes se retiraron
dejando en su lugar una Guardia Nacional, fabricada por ellos, para
exterminar cualquier posible asomo de democracia. Lo mismo hicieron en
Nicaragua y en la República Dominicana. Algún tiempo después, Duvalier
fue el equivalente haitiano de Somoza y de Trujillo.
Y así, de dictadura en dictadura, de promesa en traición, se fueron
sumando las desventuras y los años.
Aristide, el cura rebelde, llegó a la presidencia en 1991. Duró pocos
meses. El gobierno de los Estados Unidos ayudó a derribarlo, se lo llevó,
lo sometió a tratamiento y una vez reciclado lo devolvió, en brazos de
los marines, a la presidencia. Y otra vez ayudó a derribarlo, en este año
2004, y otra vez hubo matanza. Y otra vez volvieron los marines, que
siempre regresan, como la gripe.
Pero los expertos internacionales son mucho más devastadores que las
tropas invasoras. País sumiso a las órdenes del Banco Mundial y del Fondo
Monetario, Haití había obedecido sus instrucciones sin chistar. Le
pagaron negándole el pan y la sal. Le congelaron los créditos, a pesar de
que había desmantelado el Estado y había liquidado todos los aranceles y
subsidios que protegían la producción nacional. Los campesinos
cultivadores de arroz, que eran la mayoría, se convirtieron en mendigos o
balseros. Muchos han ido y siguen yendo a parar a las profundidades del
mar Caribe, pero esos náufragos no son cubanos y raras veces aparecen en
los diarios.
Ahora Haití importa todo su arroz desde los Estados Unidos, donde los
expertos internacionales, que son gente bastante distraída, se han
olvidado de prohibir los aranceles y subsidios que protegen la producción
nacional.
En la frontera donde termina la República Dominicana y empieza Haití, hay
un gran cartel que advierte: El mal paso. Al otro lado, está el infierno
negro. Sangre y hambre, miseria, pestes.
En ese infierno tan temido, todos son escultores. Los haitianos tienen la
costumbre de recoger latas y fierros viejos y con antigua maestría,
recortando y martillando, sus manos crean maravillas que se ofrecen en
los mercados populares.
Haití es un país arrojado al basural, por eterno castigo de su dignidad.
Allí yace, como si fuera chatarra. Espera las manos de su gente.
El primer día de este año, la libertad cumplió dos siglos de vida en el
mundo. Nadie se enteró, o casi nadie. Pocos días después, el país del
cumpleaños, Haití, pasó a ocupar algún espacio en los medios de
comunicación; pero no por el aniversario de la libertad universal, sino
porque se desató allí un baño de sangre que acabó volteando al presidente
Aristide.
Haití fue el primer país donde se abolió la esclavitud. Sin embargo, las
enciclopedias más difundidas y casi todos los textos de educación
atribuyen a Inglaterra ese histórico honor. Es verdad que un buen día
cambió de opinión el imperio que había sido campeón mundial del tráfico
negrero; pero la abolición británica ocurrió en 1807, tres años después
de la revolución haitiana, y resultó tan poco convincente que en 1832
Inglaterra tuvo que volver a prohibir la esclavitud.
Nada tiene de nuevo el ninguneo de Haití. Desde hace dos siglos, sufre
desprecio y castigo. Thomas Jefferson, prócer de la libertad y
propietario de esclavos, advertía que de Haití provenía el mal ejemplo; y
decía que había que "confinar la peste en esa isla". Su país lo escuchó.
Los Estados Unidos demoraron sesenta años en otorgar reconocimiento
diplomático a la más libre de las naciones. Mientras tanto, en Brasil, se
llamaba haitianismo al desorden y a la violencia. Los dueños de los
brazos negros se salvaron del haitianismo hasta 1888. Ese año, el Brasil
abolió la esclavitud. Fue el último país en el mundo.
Haití ha vuelto a ser un país invisible, hasta la próxima carnicería.
Mientras estuvo en las pantallas y en las páginas, a principios de este
año, los medios trasmitieron confusión y violencia y confirmaron que los
haitianos han nacido para hacer bien el mal y para hacer mal el bien.
Desde la revolución para acá, Haití sólo ha sido capaz de ofrecer
tragedias. Era una colonia próspera y feliz y ahora es la nación más
pobre del hemisferio occidental. Las revoluciones, concluyeron algunos
especialistas, conducen al abismo. Y algunos dijeron, y otros sugirieron,
que la tendencia haitiana al fratricidio proviene de la salvaje herencia
que viene del Africa. El mandato de los ancestros. La maldición negra,
que empuja al crimen y al caos.
De la maldición blanca, no se habló.
La Revolución Francesa había eliminado la esclavitud, pero Napoleón la
había resucitado:
- ¿Cuál ha sido el régimen más próspero para las colonias?
-El anterior.
-Pues, que se restablezca.
Y, para reimplantar la esclavitud en Haití, envió más de cincuenta naves
llenas de soldados.
Los negros alzados vencieron a Francia y conquistaron la independencia
nacional y la liberación de los esclavos. En 1804, heredaron una tierra
arrasada por las devastadoras plantaciones de caña de azúcar y un país
quemado por la guerra feroz. Y heredaron "la deuda francesa". Francia
cobró cara la humillación infligida a Napoleón Bonaparte. A poco de
nacer, Haití tuvo que comprometerse a pagar una indemnización gigantesca,
por el daño que había hecho liberándose. Esa expiación del pecado de la
libertad le costó 150 millones de francos oro. El nuevo país nació
estrangulado por esa soga atada al pescuezo: una fortuna que actualmente
equivaldría a 21,700 millones de dólares o a 44 presupuestos totales del
Haití de nuestros días. Mucho más de un siglo llevó el pago de la deuda,
que los intereses de usura iban multiplicando. En 1938 se cumplió, por
fin, la redención final. Para entonces, ya Haití pertenecía a los bancos
de los Estados Unidos.
A cambio de ese dineral, Francia reconoció oficialmente a la nueva
nación. Ningún otro país la reconoció. Haití había nacido condenada a la
soledad.
Tampoco Simón Bolívar la reconoció, aunque le debía todo. Barcos, armas y
soldados le había dado Haití en 1816, cuando Bolívar llegó a la isla,
derrotado, y pidió amparo y ayuda. Todo le dio Haití, con la sola
condición de que liberara a los esclavos, una idea que hasta entonces no
se le había ocurrido. Después, el prócer triunfó en su guerra de
independencia y expresó su gratitud enviando a Port-au-Prince una espada
de regalo. De reconocimiento, ni hablar.
En realidad, las colonias españolas que habían pasado a ser países
independientes seguían teniendo esclavos, aunque algunas tuvieran,
además, leyes que lo prohibían. Bolívar dictó la suya en 1821, pero la
realidad no se dio por enterada. Treinta años después, en 1851, Colombia
abolió la esclavitud; y Venezuela en 1854.
En 1915, los marines desembarcaron en Haití. Se quedaron diecinueve años.
Lo primero que hicieron fue ocupar la aduana y la oficina de recaudación
de impuestos. El ejército de ocupación retuvo el salario del presidente
haitiano hasta que se resignó a firmar la liquidación del Banco de la
Nación, que se convirtió en sucursal del Citibank de Nueva York. El
presidente y todos los demás negros tenían la entrada prohibida en los
hoteles, restoranes y clubes exclusivos del poder extranjero. Los
ocupantes no se atrevieron a restablecer la esclavitud, pero impusieron
el trabajo forzado para las obras públicas. Y mataron mucho. No fue fácil
apagar los fuegos de la resistencia. El jefe guerrillero, Charlemagne
Péralte, clavado en cruz contra una puerta, fue exhibido, para
escarmiento, en la plaza pública.
La misión civilizadora concluyó en 1934. Los ocupantes se retiraron
dejando en su lugar una Guardia Nacional, fabricada por ellos, para
exterminar cualquier posible asomo de democracia. Lo mismo hicieron en
Nicaragua y en la República Dominicana. Algún tiempo después, Duvalier
fue el equivalente haitiano de Somoza y de Trujillo.
Y así, de dictadura en dictadura, de promesa en traición, se fueron
sumando las desventuras y los años.
Aristide, el cura rebelde, llegó a la presidencia en 1991. Duró pocos
meses. El gobierno de los Estados Unidos ayudó a derribarlo, se lo llevó,
lo sometió a tratamiento y una vez reciclado lo devolvió, en brazos de
los marines, a la presidencia. Y otra vez ayudó a derribarlo, en este año
2004, y otra vez hubo matanza. Y otra vez volvieron los marines, que
siempre regresan, como la gripe.
Pero los expertos internacionales son mucho más devastadores que las
tropas invasoras. País sumiso a las órdenes del Banco Mundial y del Fondo
Monetario, Haití había obedecido sus instrucciones sin chistar. Le
pagaron negándole el pan y la sal. Le congelaron los créditos, a pesar de
que había desmantelado el Estado y había liquidado todos los aranceles y
subsidios que protegían la producción nacional. Los campesinos
cultivadores de arroz, que eran la mayoría, se convirtieron en mendigos o
balseros. Muchos han ido y siguen yendo a parar a las profundidades del
mar Caribe, pero esos náufragos no son cubanos y raras veces aparecen en
los diarios.
Ahora Haití importa todo su arroz desde los Estados Unidos, donde los
expertos internacionales, que son gente bastante distraída, se han
olvidado de prohibir los aranceles y subsidios que protegen la producción
nacional.
En la frontera donde termina la República Dominicana y empieza Haití, hay
un gran cartel que advierte: El mal paso. Al otro lado, está el infierno
negro. Sangre y hambre, miseria, pestes.
En ese infierno tan temido, todos son escultores. Los haitianos tienen la
costumbre de recoger latas y fierros viejos y con antigua maestría,
recortando y martillando, sus manos crean maravillas que se ofrecen en
los mercados populares.
Haití es un país arrojado al basural, por eterno castigo de su dignidad.
Allí yace, como si fuera chatarra. Espera las manos de su gente.
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